El Canto del Agua
En las noches en las que, adormecido, todo quedaba inmerso en un silencio sereno y profundo, Achala, acostado en su pobre cama de paja, oía fluir el agua, allá en el arroyo. El manso ruido, horadando las sombras, llegaba tan claro como si de allí no estuviese distante el arroyo, como si allí mismo estuviese, el agua, expedita, corriendo. Sonaba tan continuo, tan constante en su perpetuo fluir, que Achala, por momentos, la dejaba de oír, y el brollar de blancas espumas, de fugaces burbujas que, allá entre las peñas verdosas de musgos, se adivinaba, le comunicaba una grata sensación de húmeda frescura, de fresca humedad.
Cuando en las noches largas y frías de otoño no podía dormir el sueño, se quedaba muy atento, el blando ruido del agua, con los ojos cerrados, escuchando. Sentía entonces que entraba en su cuerpo una morbidez muelle y enferma, que le infundía un dulce sopor, dulce y apacible, como un no interrumpido sueño.
Y en el rincón aquel, oscuro y miserable, de su rancho humilde y sencillo, sentía que otra agua más pura, más clara y más serena se despeñaba de la piedra de su corazón, lleno de una sombría hondura, como el fondo de una alberca.