Prólogo

¿Me creerías, querido lector, si te dijese que he pasado más trabajo escribiendo este prólogo que el libro entero? Pues así es.

Pasaron ya más de 10 años desde que escribí la Vida de Achala, el Ermitaño. Tenía apenas 23 años entonces y, aunque he cambiado y ya no me siento el mismo, una parte de mí aún vive en sus páginas.

Yo no sé de dónde me vino este amor por las Sierras de Córdoba. Uno de mis recuerdos infantiles más tempranos es de un verano en Cuesta Blanca. Alguna vez vi una foto amarillenta, con mis hermanos y yo corriendo hacia mi mamá, que nos esperaba con los brazos abiertos. La foto se perdió ya, pero el recuerdo permanece. Allí recibí mis primeras impresiones, y se fue gestando lo que más tarde se convertiría en Achala, este hombre solitario y triste que siempre he llevado conmigo.

He llegado a creer que existe de verdad. Me habla y me acompaña. Conversamos en estos poemas. ¿Hablo conmigo mismo acaso? No lo sé. Sólo sé que en unos pocos versos comprimo lo que no podría decir de otra manera, aun en mil tomos.

Me despido ya, no sin el fuerte deseo de que te enamores, como lo hice yo, de Achala, de Mancilla, y de que te hundas rendidamente en su exquisito mundo interior...