El Monte Rumoroso
Constreñido en un recodo estrecho, entre los riscos que cercaban la cañada, el montecillo de tabaquillos cobraba, en la noche oscura, un aspecto siniestro y tenebroso. De las ramas tortuosas y ajadas, pendían, en un lacio desmayo, largas, grises, hirsutas, unas plantas extrañas que, raídas en ásperas greñas, semejaban las barbas de un viejo. La espesura de troncos, ramas y hojas, tejida en una confusa maraña, apenas dejaba una cisura por donde mirar adentro. Venía de lo profundo, trayendo consigo un acre aroma de madera vetusta y podrida, un blando ruido de agua, que, brollado allá adentro, sonaba como un vago murmullo lejano.
Achala, acuciado de sed, ha pasado cerca del monte, en pos del arroyo, y ha sentido con pavor, como otras veces, la certeza inefable de una presencia, que lo pareciera acechar, escondida en la espesura. Cuando, saciada la sed, volvía, pudo sentir, en un frío estremecimiento, clavados en su espalda, unos ojos, que a su hurto lo miraban fijamente, embozados en la sombra. Como dejase atrás el monte, sentía siempre con espanto, conteniendo el aliento, que lo seguían, y sólo cuando alcanzaba el patio del rancho, los dejaba de sentir y volvía a cobrar ánimo y a respirar.
Aun Mancilla, cada vez que, de noche, pasaba cerca del montecillo, miraba de soslayo, hosco y receloso, a su siniestra espesura, erguidas las largas orejas, y, de regreso, sin mirar atrás, con la grupa encogida, se daba prisa a apartarse con un torpe trotecillo medroso…