El Venero de la Peña Tajada
Es pleno invierno y el arroyo se ha secado. Sólo el río trae agua, pero está demasiado lejos. Para hallarla más cerca, Achala ha seguido, arroyo arriba, el cauce serpeante, y ha hallado, escondido entre el pliegue de un cerro, el venero de donde nace el arroyo. De una raja pequeña abierta en una enorme peña tajada -por un rayo acaso- un agua clara, mansa, casta, manaba en un delgado hilillo, tan sin fuerza, que la piedra bañaba apenas con sonido, cayendo sin hacer burbuja y espuma, como el surtidor de una fontana que se está quedando seca. Por la herida abierta de la peña, nunca restañada, tanta agua blanda había brotado, que en la piedra dura había dejado cicatriz.
En el venero holgando, se ha hecho tarde para volver. La noche ha caído ya, fría, blanca, temblorosa, y aún Achala está como falto de sentido, sin despertar de su dulce desmayo, de su dulce olvido. La luna se ve inmensa, redonda, blanca, clara, entre las ramas oscuras. Por el venero mana, en vez de agua, plata fundida. Se parecen deshacer, en la tersa corriente, tenues nimbos azules y violetas. El firmamento riela tan cuajado de lumbreras, que es como si lloviese, largamente, un sutil relente de estrellas, como si la luna, en un blando deshojamiento de luz, se ajase, mustia, en estrellas. Todo, enajenado de color, vese de una gris blancura polvorienta, que nada anima o alegra. Las sombras son espejos que remedan las cosas, y las cosas miran, atentas, sus reflejos.
Achala alza, absorto, la cabeza a la vasta anchura resplandeciente del firmamento, y los ojos abisma en las estrellas, y se siente, de pronto, transido de una honda terneza inefable, de una astral hondura infinita, que su corazón encoge y oprime, amargamente...