La Aparición

Con su blanda voz de hojas y ramas, los tabaquillos conversan por lo bajo, para no ser sentidos, en una lengua secreta, llena de un hondo misterio. El orco molle solitario los parece escuchar, atento y silencioso. El montecillo, siniestramente envuelto en una bruma sutil de polvo de plata, se entenebrece como si estuviese encantado. Y las plantas extrañas, raídas en guedejas blancas y grises, penden de las ramas, hirsutas, crespas, largas, ásperas como barbas de viejo... Ausente la luna, las estrellas campean más. De tantas que son, es como si un cometa descomunal hubiese dejado esparcido a su paso, en un raudal de luz, un profuso reguero de claras pupilas que parpadean, frías, blancas y temblorosas...

Achala se ha quedado sin leña, y ha salido a buscar alguna para pasar la noche entera contemplando arder el hogar. Y anda cogiendo, por fuera del monte, ramillas caídas… Ya cuando, con su blanda carga, volvía, pudo sentir con pavor, de nuevo, la misma certeza inefable de una presencia escondida. Como nunca antes, casi podía sentir, en el cuello desnudo, un aliento tibio y húmedo, y unos ojos que, a su hurto, lo miraban y seguían, acechantes. Los cabellos se le comenzaron a erizar, a cuajar la sangre en las venas y a sacudir el cuerpo con un frío estremecimiento, como si un agua glacial se hubiese derramado por su espalda. Impelido de un medroso instinto, diose vuelta como en un breve salto, como si alguien le hubiese punzado, con una aguda aguja, de atrás. Hubo un seco ruido de ramas caídas, y un pavor mortal, como el que queda en el cielo entre el relampaguear de la luz y el tronar del sonido. Velado por la bruma y la espesura, lo estaba mirando fijamente, con sus ojos amarillos y su barba larga, un viejo lascivo, cuyo rostro, en sintiendo caer las ramas, se deshizo prestamente en un repentino y estruendoso estallido de alas azoradas...

Una de las plantas que pendía como la barba de un viejo, y los ojos y el cuerpo –cuya redondez se equivocaba con una cabeza- del búho consabido, juntos sobre la misma rama, habían formado, por un instante, el rostro de un silvano.