La Ermita Amable
Es otra tarde gris, otra tarde muerta, y Achala, por el arroyo y el pajonal, está recogiendo leña para pasar la noche contemplando arder el fragante hogar sonoro. Mancilla, recogido ya en la cuadra, lo mira quedamente, y bosteza en un largo rebuzno soñoliento.
De pronto, algo turba la insondable serenidad crepuscular: suena en el monte un crujir de rama seca que se quiebra. Luego, en el silencio que nada llena, un estruendo atronador, una nube polvorienta y una turba azorada de negras aves carniceras, que salieron graznando de las sombras donde dormían ocultas en espera de la noche. A poco, el agua sale turbia, trayendo algunas hojas mustias.
Achala se ha abierto paso por la agria espesura espinosa, y se ha engolfado en el monte. Dentro, el aire en sombra está fragante de un olor rancio, espeso y penetrante a savia vetusta. Por la penumbra mortecina, flota una fría humedad de piedra, y blanquean, brillosos de relente, viejos esqueletos de molles caídos. Achala camina, arroyo arriba, y a su paso las nervudas ramas se ciernen, anquilosadas, con sus muñones sangrantes y sus gajos descoyuntados, y todo el monte cruje en un solo crepitar de chispa atizada que estalla.
Y ahí está, por fin, en lo más escondido. Yace derribado, sobre el arroyo. El inmenso tabaquillo secular se vino abajo solo, de viejo. El recio tronco, seco, está tronchado a la mitad, y la corteza verdosa de musgo y moho, ajada, se abre, rota en astillas. En torno, las ramas polvorientas -raíces invertidas-, encanecidas de una blancura cenicienta, se están yertas en su desnudez deshojada y tortuosa.
Ya, por entre el oscuro ramaje muerto, rielan las primeras estrellas en un cielo infinitamente claro y sereno. Abajo, por entre la áspera espesura de zarzas, Achala veía el rancho, blandamente lleno, a la luz temblorosa del hogar encendido, de una tibia dulzura rosada.