La Primavera
Con la última lluvia de la noche anterior, ha vuelto el agua a correr por el arroyo, y su risa alegre, entre los dientes de las guijas gualdas y glaucas, como suena después de una larga ausencia, parece otra a los oídos de Achala. El cielo, lavado de las gotas, resplandece encendido de un azul tan limpio, tan claro, tan sereno, que ciega. Los tabaquillos han mudado la voz. Su habla ya no suena a un rumor áspero de hojas y ramas mustias, sino a uno blando de hojas y ramas verdecidas. Mancilla, suelto, a sus anchas pace la fresca hierbecilla húmeda que ha brotado en el verde prado de la cañada. Y cuando el aura, de pronto, cesa, se lo oye arrancar y rumiar la hierba, y su boca ávida, harta de las hojas amargas de tabaquillo, rezuma una verde espuma. En la espesura del montecillo, ya se han empezado a oír los primeros cantos de horneros, benteveos, golondrinas y cachirlas que suben de los valles. Con el sol de mediodía, que ha comenzado a calentar, el aire se embalsama de un olor tibio, penetrante y espeso a tierra mojada, que todo lo asfixia de una gravosa blandura húmeda.
De pronto, Achala ha despertado con sobresalto. Era Mancilla, que, con la albarda en la boca, sacudía la cabeza, y lo miraba fijo y expectante, con sus grandes azabaches negros.