Las Voces en la Quebrada
Era la quebrada tan profunda, que, arrojada una piedra, se la perdía de vista y no se la oía caer. Por las abruptas paredes escabrosas, donde anidaban cóndores y jotes, trepaba una espesura de tabaquillos. Abajo, el caudaloso río no era más que un delgado y sinuoso hilo de agua, que espejeaba, resplandeciente. Achala, desde un inmenso peñasco que, soberbio, lo más alto de la quebrada coronaba, a uno y otro lado, el horizonte oteaba, extasiado. Todo era azul: el cielo, el río, la quebrada. A lo lejos, unos cerros campeaban tan altos, que en cielo estaban teñidos, y nevados de blancas nubes, que se dilataban, hasta perderse de vista, en un blanco mar. De cuando en cuando, el viento traía, de lo profundo de la quebrada, un airecillo ligeramente fragante y rumoroso de agua.
Achala, ebrio de inmensidad, de infinito, de altura, cercando la boca con las manos, de lo hondo de su alma, dio voces. Hubo un breve instante en el que se dejaron de oír, y luego respondieron, repetidas en largos ecos, quebrada abajo, hasta apagarse.
Se hizo un silencio insondable, un vacío que nada llenaba.