Los Frutos de Molle

Caballero sobre Mancilla, Achala ha ido, como otras veces, al montecillo de molles de más allá del río por frutos maduros, de los cuales hacer arrope para pasar el invierno. Clavado en el vado por donde se pasa a la otra ribera, Mancilla, medroso, posa apenas en el agua sus pequeños cascos –señal de nobleza. A la blanda espuela, que más que obligarlo animarlo pretende, haciendo raíces de sus cascos, responde, mansamente indócil. Cuando, apeado Achala, lo ha instado a andar tirando de la rienda, dudoso aún, ha desprendido los troncos de sus patas y ha cruzado el río -¡pobrecillo!- casi a nado, de tan enano.

Ya en la otra ribera, donde ha llegado sano y salvo, la suave nubecilla de su barriga blanca y gris, ha despedido, en un brusco sacudirse, una breve lluvia. Arriba, en un recodo de la quebrada, campear se ve el montecillo de molles, que esplende radiante, encendido de infinitas puntas de lanzas de plata. Mezclado con el manso ruido del agua que pasa, desde el montecillo, el aire llega turbio, vibrante y sonoro de un confuso y estrepitoso alboroto de trinos. Son los pájaros que, como Achala, han venido por frutos maduros.

Subiendo allá, Achala ha sentido de pronto que de una triste, dulce música, una música que creía haber oído antes, se le llenaba el corazón...