Los Teros
Tenían el nido cerca del rancho, escondido entre las pajas. Centinelas incansables, desde una peña alta, que descollaba soberbia y solitaria, así de día como de noche, siempre apercibidos, atalayaban, y con un escandaloso alborotar de gritos agudos y vuelos rasantes, anunciaban, a porfía, la presencia de cualquier intruso. Aun a Achala, cada vez que pasaba cerca de su nido, lo salían a recibir como a enemigo, y –veloces saetas con picos por puntas- se precipitaban a su encuentro y alcance.
Ahora, de pronto, han comenzado a dar gritos a la par. Bajo el orco molle solitario, Mancilla, contagiado, rebuzna cortadamente. Extrañado, Achala ha salido… mas no ha visto nada... En esto, de entre las pajas, un súbito silbar, un brusco batir de alas azoradas y un menudo bulto fugitivo, que apenas se vio, de tan fugaz. Una perdiz… Allá, unas pajas parecen haberse movido apenas… Mancilla, espantado, en un trotecillo tembloroso, ha alcanzado el arroyo, donde, desconcertado, se ha detenido secamente, como dudoso de dónde ir. Achala, no sea que se escape y se pierda, también ha llegado en su busca hasta el arroyo, y también, como el burro, se ha quedado turbado...
En el barro húmedo de la orilla, estaba impresa, con espantosa claridad, una huella grande de puma.