Noche Oscura

Era una noche oscura, sin luna y sin estrellas, como la que encerraban los grandes ojos negros de Mancilla. El rancho, falto de leña para el hogar, estaba tan frío y oscuro, que parecía la entraña honda y húmeda de una caverna. Flotaba en el aire yerto, un silencio insondable, de profundo. Sólo se oía en el monte, de cuando en cuando, claro y cercano, un crujir de ramas y hojas secas -¿pasos?-, y el siniestro ulular del búho, que debía estar, como solía, acechando escondido, desde la rama tortuosa de siempre, con las ascuas de sus ojos de fuego.

Dentro, Achala estaba a ciegas: aunque tenía los ojos abiertos, veía como si los tuviera cerrados. Un aire helado se escurría por entre los carrizos de la puerta y de la ventana, y los huesos calaba, y el alma. En el arroyo seco no sonaba el agua. Achala, echando de menos su ruido, que ayudaba su sueño, en toda la noche no pudo dormir. Aún estaba despierto cuando, en la altura de los cerros, rayaba el lucero, que la noche del día dividía. La luz, como venía después de una larga ausencia, y por entre la oscuridad, parecía animar y alegrar más vivamente los colores de las cosas, y herir el frío aire matinal con una fuerza nueva, y rielar más pura, y más clara, y más radiante. El alba inundaba ya el rancho, raída, como un viejo trapo de luz, en rayos.

Con los primeros cantos de los pajarillos, Achala seguía en el triste rincón oscuro, de la luz huido.