Siesta

A la sombra echado, entre las frescas hierbas húmedas, haciendo una almohada de la albarda, Achala se puso a mirar el cielo azul a través del follaje. Las hojas y las ramas, bañadas de sol por dentro, parecían hechas de claros espejos, cuyos haces de luz, de oro y de plata, vibraban dentro rebotando locamente por todas partes, como en el interior de un prisma todo erizado de agudas aristas. Abajo, las sombras y las luces jugaban a perseguirse, y su suave moverse, alternaba a su paso, ya rojos, ya negros, los párpados cerrados. De cuando en cuando, con el aura que llegaba mansa y humilde, el molle se ponía rumoroso de un blando ruido de hojas y de ramas. El agua glacial, por una glera de gualdas y glaucas guijas, gorgoteaba con sonido. A lo lejos, las hojas de unos molles, eran, resplandecientes, un populoso enjambre de menudas abejillas de plata, que, en un hervidero de destellos, bullían, estallaban, crepitaba...

Era la hora de la siesta, hora tibia y dulce, que convidaba, lisonjera, a dormir un sueño profundo y apacible como la muerte. Achala, puesta la cabeza en la albarda, deliciosamente olorosa a cuero y sudor, con las tiernas caricias, y castas, de una leve hormiga que caminaba por su pierna, fuese quedando dormido.