Una Noche Clara y Serena

Es una noche clara y serena. Una blanca noche, tan luminosa, que las cosas proyectan sombras. En todo el firmamento estrellado, no hay una sola nube. Sólo turba el silencio astral el cantar de los grillos y el croar de los sapos. Achala, desde un alto otero, se recrea en adivinar figuras en las constelaciones, y en contar los luminosos venablos que, de cuando en cuando, surcan, por un instante, el firmamento.

La noche se ha puesto húmeda, fresca y blanda como si se hubiese abismado en una honda cisterna. Ya las estrellas se encienden y campean algo más, como si, ardientes ascuas, algún aura allá arriba las atizase en su silencioso crepitar de fuego blanco, frío y luminoso. Achala alza los ojos, humedecidos de una blanda nostalgia inefable, a las estrellas, y siente entrar en su pecho un ansia ardiente, un afán exasperante, como si un algo indefinido estuviese ahorcando, en su garganta, un largo grito.

Con las horas, el firmamento parece haberse vuelto más profundo, más insondable, más lejano. Y las estrellas, más luminosas, más claras, más encendidas. En la hierba riela el rocío, que el relente rezuma. Y ha empezado a soplar, apenas, un aura nocturna, que mansamente las hojas más leves menea con sonido. El croar de los sapos en los pajonales anegados llega ahora como un vago rumor lejano de siniestros atambores, que el canto de los grillos ofusca. Una fugaz saeta de fuego cruza, errante, el cielo estrellado, y luego otra, y luego otra más.

Achala sentía una soledad infinita, una tristeza inconsolable...