Una Visita Inesperada
Vino una tarde, una clara tarde de otoño, anunciado por los gritos de los teros y los rebuznos de Mancilla. Anduvo, primero, largo tiempo alejado, sin llegarse hasta el rancho, en el pajonal vecino, mirando curioso y expectante. Estuvo, después, en la alta peña solitaria que los teros usaban como otero, yendo y viniendo inquieto, como si hubiese estado enjaulado. Achala, extrañado de que se dejase ver, sentado a la puerta del rancho, lo miraba fijamente. El cachorro, según estaba de hambriento, aterido y flaco, debía de andar perdido de su madre. Mojado como estaba, el pelaje, aunque erizado de cerdosas espinas, tenía una tierna apariencia de pichón recién nacido, que lo hacía parecer más pequeño. Achala, antes movido a lástima que a temor, cerca de la peña, dejó a la vista los pocos huesos que quedaron de la caza de día anterior, y se volvió. El cachorro de puma, receloso, forzado del hambre, se llegó hasta los huesos y los devoró.
La tarde moría en una violenta y fragante suavidad de flor de cardo. El puma, allá arriba de la peña, con el pelaje que, ya seco, se había marchitado en un encendido jalde de paja mustia, parecía que se doraba de sol, que se volvía de oro. Escondido entre las pajas, que apenas se movían a su paso, parando, de cuando en cuando, para mirar atrás, solemne y lento, fuese apartando del rancho...
Y en la tarde, clara tarde de otoño… ¡Tero, tero! ¡Tero, tero!