La Cascada de los Helechos y de las Hiedras

La había hallado una tarde, triste y polvorienta, que había salido a paseo y se recreaba explorando, con Mancilla, los alrededores del rancho. Cañada abajo, el curso del arroyuelo se quebraba abruptamente en un salto, desde donde el agua se despeñaba, en una larga cascada turbia de blancas espumas. Abajo, el chorro golpeaba con tanta furia, que atizaba un crepitar de burbujas, como si el agua estuviese hirviendo. Arriba, flotaba un perpetuo arco iris y caía una lluvia perpetua. Entre las grises peñas, cubiertas de alfombras de verdes musgos, se intrincaba una espesura de helechos y de hiedras.

Entre el muro de piedra y el muro de agua, quedaba un espacio, donde Achala se metía, a gastar el tiempo ocioso, en un contemplativo recogimiento. Entrar allí era, para Achala, entrar en otro mundo, más sonoro, más misterioso, más sublime. De cuando en cuando, para mirar afuera, abría de par en par la tersa cortina de agua, hendiendo, con un filoso dedo, el torrente. Y quedaba un rato, cegado de luz, mirando las cosas, de colores enajenadas. Mancilla, a las veces, se veía, paciendo allá en el herboso cauce, velado de una blanca palidez espectral. Luego, apenas lo quitaba, en menos de un instante, se cerraba de nuevo, y se quedaba como a oscuras.

Detrás del cristal sonoroso de aquella ventana ilusoria, alguna vez se acordaba con nostalgia y con tristeza de la vida que había dejado, para ir a vivir en soledad, ignorado, ausente y olvidado.

Sentía entonces que un gran vacío crecía dentro de su corazón.