El Observatorio

En la loma más alta, que una peña inmensa, redonda y llana a la manera de un morro, coronaba, estaba el observatorio. Achala lo había hallado cierta noche, que había salido a paseo y caminaba a la deriva, contemplando, con la cabeza alzada a las estrellas, el firmamento. Durante la noche, la piedra despedía, en un tibio efluvio, todo el calor que había recibido en el día, de manera que, aunque cualquiera otro lugar se estaba húmedo de relente, se estaba el observatorio seco. Desde su altura, más claras, cercanas y luminosas que en cualquier otro sitio, por misterioso prodigio, campeaban las estrellas.

¡Cuántas largas noches ha pasado Achala, contemplando, de claro en claro, desde el observatorio, el cielo estrellado! Aun Mancilla, en las noches claras y serenas, alguna vez alzaba, como Achala, sus grandes ojos negros, con un mirar triste y cansado, a las estrellas, y se quedaba, muy quieto, sintiendo, secretamente, una tristeza infinita, una soledad inconsolable...