La Muerte del Orco Molle Solitario

El orco molle solitario ha amanecido tajado fieramente en el medio, como si un descomunal hachazo, descargado por algún gigante espumoso de rabia, lo hubiese hendido. La noche anterior, durante la tormenta, un rayo lo fulminó. Abierta, la herida es tan ancha y honda, que descubre, de todo en todo, la entraña cercenada y calcinada.

Mancilla, suelto, todo lo curiosea (las ramas caídas, las hojas quemadas), inquisitivo y consternado. ¡Es que se ha quedado sin su querida querencia! Esta mañana no ha venido, como solía, la populosa caterva de pajarillos, que, casi en una espesa nube negra, se descolgaban de las altas ramas, a escrutar abajo, en un bullente y ruidoso corro, las boñigas frescas de Mancilla. ¡Pobrecillo! Ya no tiene quién lo espulgue. El nido de los horneros, derribado en tierra y partido en varios pedazos, ¡da una tristeza! Deben de haber huido, lejos, a llorar su pérdida.

Y Achala... Achala hale hablado al oído, por lo bajo, muy paso, como se le habla a un enfermo moribundo, pronto a expirar, y hale dicho palabras de consuelo y esperanza, y dado caricias blandas, y amorosas.

Para el otoño, el orco molle solitario había acabado de morir, y una lenta lluvia de gotas de oro fue su blando y doloroso deshojamiento.