Redención
¡Cuánta estrella! Son tantas, que pareciera que se fuesen a precipitar abajo, todas a un mismo tiempo, como en un aguacero de lluvia y granizo de astros. La noche es clara y serena. Croan los sapos y cantan los grillos. Se oye apenas brollar el agua de algún venero escondido. El relente enerva todo de una fresca blandura húmeda, y el aire se embalsama de un olor penetrante a tierra mojada. Émulas de las estrellas, las luciérnagas, tantas que son un enjambre de luz, vuelan locas, inquietas, ligeras, como si se quisiesen quitar las ascuas que llevan en la cola.
Contemplando largamente las estrellas, Achala, como otras veces, se ha sentido inflamado de un ansia ardiente, que lo abrasa por dentro como si el fuego blanco y frío de algún astro estuviese ardiendo, tembloroso, en la noche oscura y estrellada de su alma. ¡Cuánta estrella! Y algo indefinido, sublime, algo que es como un trunco anhelo fervoroso de llorar, exprime en sus ojos nubosos un humor amargo, hirviente, que lo inficiona.
Cuando, vuelto en sí por una luciérnaga que se fue a posar en la jaula de su mano, la vio encenderse y apagarse entre las rejas de sus dedos, y luego, a lo cerca y a lo lejos, vio toda la noche poblada de infinitas chispas, como si en alguna tierra oscura y distante estuviese lloviendo la batería de una artillería, transido de súbito de una dulce amargura inefable, pudo soltar, finalmente, el llanto aherrojado.
Llorando, temblaba tanto, que si alguien lo hubiese visto de lejos, hubiese creído que se estaba riendo.